lunes, 17 de septiembre de 2007

El estruendoso silencio de Bergman




















BERGMAN HA MUERTO














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Perdone la constatación ya hecha por millares de internautas, críticos y otros especialistas. No puedo dejar de constatar una vez más que, eso: Bergman ha muerto... se calló definitivamente hace ya casi dos meses y contando. Me recuerda aquel chiste inapropiado que debo haber oído al liceo francés:

"Pépin le Bref est mort depuis plus de mille ans. Morale de l'histoire: quand on est mort, c'est pour longtemps." / Pepino el Breve murió hace más de mil años. Moraleja de la historia: cuando uno se muere, es para mucho rato.

(Chiste contado por uno que también debe haber muerto hace un rato, por cierto.)

Quería apenas constatar que:

Con Bergman yo encontré, igual a muchos, el eco ampliado de mi banal y anónima angustia existencial; y recuerdo como me deleitaba en sus descensos al más hondo del pozo de la duda, descensos obstinados y obsesivos que me llenaban de vértigo. Constato también como Bergman, totalmente ajeno a ciertos críticos que le tachaban de elitista, narcisista y pretencioso, jamás dudó en utilizar el cine como plataforma para sus incertidumbres y planteamientos, haciendo de la más pública de las artes una extensión natural de su mente inquieta, inconforme y exaltada.

A Bergman, le debo el temprano descubrimiento de que detrás de una cierta negrura del pensamiento y la duda más rancia suele ocultarse un profundo apego a la vida, por más apartada e insondable que ésa le pueda parecer a uno.

De Bergman retengo el amor a su oficio (craftsmanship) y al proceso creativo, su inconformismo vehemente. Su fascinación también, que solía asemejarse a un hambre insaciable: por las mujeres, por los actores, por el acto creativo, por el misterio de la fe, por algún significado. Tenía hambre infinita por los misterios de la vida y de todo lo que se asemejaba a la vida -al punto de usurparla y suplantarla-, como el teatro y por supuesto el cine.

Bergman ha muerto y con él todo un inventario de evocaciones, de rostros, de fantasías homicidas, de planteamientos pertinaces, de epifanías, de inconformismo (repito).

Y vuelvo al chiste inapropiado.

Cuando pienso en la muerte de Bergman, antes de nada pienso en ello: la muerte. Pienso en el que, al fin, significa el punto final de algo, por más grande o pequeño que sea, por más (in)completo: una continuidad truncada definitivamente. Si hablo aquí de Bergman, y no de Antonioni, es porque, donde en la obra de uno hallamos una inagotable serie de evocaciones (invocaciones?) provenientes de una mente que lo abarca todo y no olvida nada -buscando hacer constancia de todo-, la obra del otro crea consecutivos círculos cerrados*, donde el punto final parece estar inscrito en cada obra. Hay una resignación en la obra de Antonioni que de cierto modo siempre lo acercó más a la muerte. En contraste, Bergman siempre buscaba alguna afirmación, por más efímera que fuese. Puede ser que con el tiempo, Bergman haya dejado de ver la muerte como una negación, y más bien como la imposibilidad de nuevas afirmaciones; pero no sé. Parecía contener muchas más preguntas y constataciones, como el niño ya metido en la cama que no deja de hablar, evocando los recuerdos del día, la gente con quien se topó, los nombres y los rostros, las impresiones que le causaron, todo eso para que lo dejen despierto un instante más.

*Ver la entrada abajo sobre El reportero, de Antonioni.

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